24 enero 2007

SOBRE LAS HOSTIAS

ANTONIO SEGOVIA

Hace unos días escribí un comentario en el exitoso blog de mi compañero Tomás Tárraga, hablando de la pigmentación de los flamencos. Marian, desde otro comentario, me animaba a ampliar la información y crear un artículo. Como no me pareció mala idea, decidí ponerme manos a la obra. La pigmentación de los flamencos se debe a la presencia de ciertos compuestos llamados "carotenoides", que en los organismos fotosintetizadores contribuyen, junto con las clorofilas, a transformar la energía de la luz solar en energía química. El animal que ingiere estos compuestos de naturaleza lipídica los acumula en los tejidos grasos (así resulta ser rosada la carne del salmón o las plumas del flamenco...). Esta idea, en sí, ya es muy poética y da para divagar en un artículo todo lo que uno quiera. Como suelo tener una tendencia incorregible a recurrir a las humanidades para complementar, ampliar o simplemente adornar los contenidos científicos de lo que escribo, se me ocurrió que mi artículo comenzase con el precioso epíteto de Homero: "Rododactylos Eos", la Aurora de rosáceos dedos... Caminando por los pasillos hacia mi clase de 1º, ya me imaginaba a la diosa Eos acariciando y tiñendo de rosa las plumas de los flamencos...
–¡Te voy a meter una ostia que te vas a tragar las gafas!

Se acabó la poesía: hemos llegado al "wild side", a la profundidad de las Malvinas.
Es Carlos el que grita en la puerta del aula de los neutrinos. Les tengo dicho que, entre clase y clase, no deben salir a los pasillos pero Carlos es el el subcomandante Marcos de 1º E: además de erigirse en valedor de las causas perdidas, tiene su fuerza en la palabra.
–Carlos, ¿ahora eres sacerdote?
–¿Yo? ¿Por qué?
–Porque te dedicas a administrar hostias.
–No... Yo las ostias que pego son sin hache.
Me pareció ocurrente su salida. Es cierto que muchos chavales distinguen entre “ostias” y “hostias”: sobre la humilde hache, que casi nunca dice nada, hacen recaer la responsabilidad tremenda de transformar una pagana bofetada en el cuerpo transustanciado de Cristo, nada más y nada menos. Pero lo cierto es que el diccionario de la Real Academia no hace esos distingos: una hostia es una hostia y lo que las hace diferentes es el ministro, seglar o clerical, y el rito de administración, por la iglesia o por lo civil.

Lo cierto es que el comentario de Carlos también me pareció merecedor de un artículo para el blog. ¿Sobre qué escribir primero: los pigmentos o las hostias?
Hablaré de ambas cosas, pero haré que aparezcan en el título las segundas, como una provocación o un reclamo... A ver si consigo que este "post" tenga cuarenta y tantos comentarios, como los de Tomás...

Hace unos años, en mi último viaje a Roma, visité el Vaticano. Allí, en las "stanze" hay un fresco de Rafael titulado "La Misa de Bolsena". Un guía turístico que acompañaba a un grupo de jubilados italianos les explicaba lo que representaba ese fresco: un milagro que tuvo lugar en la localidad de Bolsena a mediados del siglo XIII; según cuenta la tradición, un sacerdote que vivía una crisis de fe, celebraba la santa misa. En el momento de la consagración, al elevar la Hostia, empezó a manar de ésta un reguero de sangre que manchó sus ropas, salpicó el paño que cubría el altar y formó un charquito en el suelo. El sacerdote, henchido de alegría por el milagro y disipadas sus dudas en materia de fe, hizo divulgar la noticia de la hostia sangrante que llegó hasta oídos del Papa Urbano IV, quien casualmente estaba cerca de Bolsena. Éste confió la investigación y verificación de los hechos al obispo de la cercana Orvieto, a Santo Tomás de Aquino y a San Buenaventura. Dos años después, el pontífice instituyó la celebración del Corpus Christi. (Adviértase, por cierto, en el enlace de los Museos Vaticanos, que allí también consagran las "ostias" sin hache).



Esta curiosa historia tiene un no menos curioso epílogo. A principios del siglo XIX, cuando las técnicas de análisis bioquímico y microbiológico comenzaban a desbrozar el camino de la ciencia, el estudiante italiano Bartolomeo Bizio demostró que los pigmentos rojizos que a menudo aparecen en alimentos ricos en almidón son producidos por un microorganismo que crece sobre ellos. Se llamó "prodigiosina" al pigmento rojizo segregado por el hongo. Posteriormente se demostraría que no se trataba de tal, sino de una bacteria a la que se bautizó como Bacillus prodigiosus y que ahora se conoce como Serratia marcescens, un bacilo intestinal, relativamente frecuente en las infecciones hospitalarias: donde los místicos vieron un milagro, los científicos sólo apreciaron una falta de higiene.

El pigmento "prodigiosina", de tan elocuente nombre, pertenece a la misma familia química que la "porfirina" (responsable del tono rojizo de la sangre o el verdoso de la clorofila), la "turacina" que da el majestuoso color rojo al plumaje de un hermoso pájaro del sur de África (el turaco, que vemos en la imagen), el pigmento que amarillea las conchas de las ostras o la famosa "bilirrubina" que asusta a los padres primerizos cuando a sus retoños neonatos le sube el nivel en sangre...

El camino de la Ciencia, como el de la canción, es largo y tortuoso, aun embrozado en muchos tramos (como demuestran estas imágenes), nos quedan bastantes ostias que darnos con la supersticción y la incultura, pero no me pueden negar que recorrerlo es una aventura prodigiosa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

En su libro "Historia de Alejandro" el historiador romano Quinto Curcio Rufo refiere un hecho relacionado conlo que escribes en el post: los adivinos interpretaron como buen augurio el que de un trozo de pan manara sangre al partirlo; este hecho prodigioso vaticinaba el exito en la conquista de Tiro. Si la sangre, en vez de manar, hubiese sido embebida sería un mal presagio...

Un saudo
Juan Carlos

Poostdata: si la nieve no lo impide, iré este fín de semana a Albacete. ¿Quedamos y nos tomamos una cerveza?